viernes, 19 de marzo de 2010

El lugar de la filosofía en la ciencia

La filosofía nace del deseo de clarificar determinados conceptos con los que cuenta el científico en la construcción de sus teorías, pero en los que éste no ha reparado. Digamos que el filósofo completa el trabajo del científico, quien ha eludido la comprensión de una serie de conceptos nucleares de su sistema. Lo relevante, en este sentido, es que dicha comprensión debe ser un requisito necesario para la consecución del fin último de llegar a una teoría completa sobre el mundo. En efecto, ¿podemos llegar a conocer todo cuanto hay en el universo sin aclarar antes qué es eso que hay, la esencia o naturaleza de aquello que es? De esto se encarga la metafísica, más concretamente, la ontología, en cuanto conocimiento del ente en cuanto ente.
Puede argüirse que el científico no necesita del filósofo para la ejecución de su actividad, y es verdad; sin embargo, sí ha de contar con una concepción filosófica, por rudimentaria e irracional que sea, para dar comienzo a dicha ejecución. Así, por ejemplo, el médico necesita tener una noción de lo que es la salud antes de ponerse a sanar a los pacientes; igualmente, el legislador debe contar con una concepción de lo que es la justicia si quiere establecer leyes justas; y el científico debe tener claro qué es la verdad antes de lanzarse a su búsqueda. Como se ve, el científico debe contar con algún tipo de significación de dichos conceptos medulares para emprender con éxito su tarea, y entonces, quiéralo o no, se convierte en un filósofo. Tenemos, por tanto, que la ciencia, tanto teórica como práctica, necesita de la filosofía para alcanzar sus objetivos de completud y veracidad, pero también para conseguir que aquélla inicie su labor investigadora.