miércoles, 9 de enero de 2008

Belleza y Melancolía

Os presento aquí una honda reflexión de un nuevo colaborador que se ha comprometido a dedicar su tiempo a avivar este soplo de conocimiento. Es el Dr. Miguel Porcel y, como puede intuirse por el estilo y la temática tratada, ejerce de psiquiatra y psicoanalista en la actualidad.

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Me permitiré, siguiendo las leyes ortográficas que dan con cada minúsculo rasgo de escritura un valor distintivo de palabra, hablar de la Belleza y de la belleza. No hay que adjudicar un distintivo de grado a cada una de ellas, la cosa no va de más a menos ni en el significante ni en el significado.
Llamaré Belleza a aquello que se aparece como tal, al encuentro "accidental" con ella, encuentro que provocará unos efectos concretos que vamos a señalar. Guardaré el término belleza para lo que define una meta concebida por alguien pretendidamente creador, el artista por ejemplo, que pone en marcha un conjunto de operaciones para materializar tal fin.
Así, tenemos:
Belleza: aparecida, revelada, encontrada, re-encontrada.
Y belleza: la que buscada por el creador se logra en su obra.
Es decir, Belleza como algo que existe sin necesidad de nuestras capacidades para construirla o reconstruirla al menos en un sentido material, y belleza como obra fabricada, bien sea con la materia material o con la del espíritu mismo.
Aparecerán preguntas, la más elemental es si ambos conceptos son identificables, si funcionan en un contexto determinado del mismo modo o si, por el contrario, lo hacen siempre según una función específicamente asignada a cada una de ellos.
Se entenderá que la Belleza escapa, a priori, a un proceso previsto, pensado, de construcción, lo que forzosamente la desanuda de un tiempo y lugar determinados. Así, por el contrario, la belleza encierra un logos social, si acaso sea porque ha sido concebida y realizada en una red forzosamente social de la que el creador está formando parte, aunque pudiera estar en ella atrapado a su pesar.
Consecuentemente, la belleza es sometida a la crítica, nunca la Belleza.
Podemos no sólo criticar la belleza con la que hemos quedado citados a una hora y en un lugar precisos, sino también compararla, clasificarla, afirmarla y negarla. Es, a fin de cuentas, un objeto, un bien dentro de la serie de los bienes que nos proveen de bienestar.
Pero volviendo a la pregunta inicial, podemos ver que un objeto cualquiera, o una representación, funciona como Belleza en un encuentro con un observador, aun cuando pueda ser un objeto hecho con la pretensión de realizar belleza: la Belleza puede, pues, aparecerse a través de una obra de arte. Bien es cierto que ambas no son la misma cosa, y si coinciden no será sino mero accidente, aunque ciertamente deseable para el creador de la obra: La obra de arte bella no reclama automáticamente la aparición de la Belleza. Ésta apelará a un tercero a quien pueda revelársele, siempre fuera de los cálculos de ese segundo que es el creador. Nunca va a ser este encuentro, si ocurre, universal, sino particular. Aunque un crítico quede señalado por la revelación de Belleza que una obra cualquiera ha posibilitado, no conseguirá, ni con su entusiasmo ni con sus estudios eruditos transmitir su experiencia a todos sus lectores, aunque estén muy predispuestos a vivirla y deseosos de ese encuentro.
La Belleza aparecida al espectador a través de la obra bella se le revelará de un modo inefable, ácrata y único, sin un modo ni porqué que queden explicados con los saberes técnicos necesarios para diseccionar hasta el límite una obra de arte.
La Belleza no es consecuencia de un saber técnico sino que produce una conmoción en los aleatorios saberes que pueda guardar alguien a quien se le revela.
La belleza, en tanto objeto, solo es adquirida mediante una técnica, aun cuando al interrumpirse tal técnica posibilita ese cambio de belleza en Belleza, cambio que está fuera de cualquier entendimiento porque no se trata de metamorfosis alguna sino de distinto plano de función, esto es del paso de objeto (la belleza creada) a Sujeto (la Belleza aparecida). Tal paso de función, una obra de arte que de objeto de belleza pasa a ser Belleza, no significa una transubstancialización real, como se entenderá, sino una operación simbólica, y, en consecuencia, está más allá de la realidad del artefacto y del artífice, tal paso crea al alma, podemos decir para aunar conceptos universales.
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La Belleza como sujeto. La belleza como objeto, aun cuando ésta tenga la posibilidad de funcionar, a través de ese encuentro fortuito que no depende de cálculos sabidos y conscientes, para alguien determinado como Sujeto, como Belleza, pues.
Si el artista funciona como sujeto, lo mismo que el crítico y el espectador (entendido como trabajador de la mirada), aquel a quien se revela la Belleza lo hace como objeto, debiendo entender cada función como cambiante en un logos exclusivamente simbólico.
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La belleza produce satisfacción al sujeto que queda justificado por su logro.
La Belleza hiere al objeto (al espectador) que queda suspendido en un instante por la melancolía.
Se trata de un instante definitivo.
La belleza trata de colmar un proyecto que se basa en una falta consubstancial al creador, y en consecuencia, responde a la lógica de un encuentro gozoso, manifiestamente material y materno. Fecundante y generador. Generatriz, más bien.
La Belleza se le aparece a alguien que funcionando hasta ese encuentro como un sujeto más, queda desalojado de sus atributos, anclado entonces a una función de no ser sino puro objeto de aquélla. Ese encuentro pone de manifiesto, sin utilizar redes sintácticas conscientes, el estado de pérdida que habita en lo más profundo del ser de dicho sujeto (que deja de serlo).
La Belleza aparece como retorno de lo que en un momento (mítico) fue y que siempre dejó de ser, a su vez.
Es el encuentro, el hallazgo, el reencuentro con lo inevitablemente perdido.
La Belleza reaparece en un solo instante de revelación y deja de ser en el mismo instante, lo que significa una cruz de pérdida en la cara misma del placer más sublime.
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Doble operación: la Belleza nos lleva de ser sujetos a ser objetos de no se sabe qué. A la vez produce el encuentro que nos conduce a una pérdida que nunca nos ha abandonado y que nos habita siempre a lo largo de nuestra la historia.

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Después de la Belleza queda el recuerdo, o el olvido, quedan los despojos, con mucha frecuencia transformados después en obras de belleza, plástica, poética, musical. O permanecen como puros y meros recuerdos del instante íntimo que nunca volverá a existir. Nunca. Se trata de un encuentro con la misma irreversibilidad que la muerte, aun cuando deje recuerdos compensatorios u olvidos, a menudo fecundos, que siempre perduran y hacen posible construir, como ya hemos señalado, universos artísticos, públicos o privados que vale la pena habitar.

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Respecto a la mirada:
Nosotros miramos la obra que encierra belleza.
La Belleza nos mira, es ella la que nos mira sin posible apelación, nos sorprende, generalmente nuestros ojos se muestran evasivos en ese encuentro.
Aunque la Belleza pueda mirarnos repetidas veces, aunque sea siempre desde el mismo objeto bello donde ella se aparece, cada ocasión es única. Nunca nos mira dos veces, sólo lo hace en un instante único.
Es cierto, sin embargo, que ante aquel objeto (un poema, un cuadro, una pieza musical, un paisaje, unos ojos, un olor a tierra mojada) que nos reporta encuentros frecuentes, y únicos, con la Belleza vamos creando una familiaridad que nos lleva a hacerla más soportable. Sin duda llegamos a amar ese real al que ya conocemos por su nombre.
El encuentro es inapelable, pero su frecuencia en el tiempo permite nombrar a la Belleza que encierra el objeto.
Es un real nombrado, en consecuencia amado.
Es la historia, que tejemos, de amor con ello, con la Belleza a su través. Es, ciertamente, una historia de amor, pero ¿qué amor? ¿Qué somos nosotros para ella? ¿Qué podemos darle a quien nos da no sabemos qué y que, cada vez, nos reubica en la perplejidad, en el anonadamiento, en la pérdida y en el encuentro renovado?
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Sólo cuando ocurre esta reiteración (recordemos que hecha de instantes únicos e irrepetibles, vertebrados con nuestra capacidad de nombrarlos y capaces de fecundarse entre sí y de crear otros) del encuentro, que nunca es repetición, podemos conocer algo esencial de ella.
No lo confundamos con la repetición, que se refiere siempre al encuentro estricto con la mortandad (con lo Uno idéntico de la muerte, solitario y estéril), lo que precipita al sujeto/objeto en una melancolía sólo mortífera.
Un ejemplo:
Cada vez que contemplo el paisaje familiar frente a mi casa, a la que miran permanentemente mis queridos Pirineos, después de innumerables instantes únicos, he podido encontrar lo que nunca revela la Belleza en su primera herida. A saber: que en ese objeto que la contiene, también hay una falta esencial. Llego a saber que esas montañas no son las montañas que un día perdí, fueran lo que fueran aquéllas, hayan existido alguna vez o no. Llego a comprender que en ellas hay una absoluta finitud, una anomalía que las hace próximas (crea un prójimo), a semejanza de nuestra mirada, a nuestra semejanza.
Es lo mismo que decir que he llegado a descubrir su presencia.
Y entonces sabemos que es nuestra mirada lo que ella, la Belleza, reclama, necesita. En ese juego de miradas es donde existe la Belleza, donde se teje esa historia de amor que hace posible una suerte de felicidad, más acá de la melancolía que, sin embargo, contiene conteniéndola.
La Belleza desea nuestra mirada para existir.
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Así llegamos al otro extremo de nuestro primer punto, desmintiéndolo de alguna manera. Porque en definitiva también construimos la Belleza a partir del hallazgo de que lo que le falta es nuestra mirada, haciendo de esta forma soportable la suya.
Nada me parece más extraordinario a la hora de pensar en nosotros, en los humanos, que haya alguien capaz de construir esa belleza con un mandamiento ético que va más allá de un interés exigido por el yo, que haya quien deje su vida por encontrar un rasgo exacto, casi siempre desgarrador para el creador, que encaje con su proyecto íntimo. Es un sujeto que no pretende el canto que infle las velas megalomaniacas de los patriotas cantando al unísono por un bien, pretendidamente bello, que los autorizaría a recriminar a los otros su fealdad y diferencia.
Es, por el contrario, alguien desasistido que se ofrece como don para que todos lleven a su casa al menos una briznas de belleza, y para que la Belleza sea ya un lugar que nos necesite y nos reclame.
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No es necesario ser artista para poder construir la Belleza cuando nos mira y somos capaces de devolverle nuestra mirada liberada de la alienación que supone la obligación de capturar y de juzgar. Cuando le devolvemos la mirada que vitaliza, siquiera en un instante, la brecha entre ella y nosotros.
Ya no es, pues, la Belleza que nos llevó a la melancolía, sino la que nos devuelve a un espacio donde la belleza tiene su lugar y que nos libera de aquélla, donde hay un indicio fértil de amor, de narración del encuentro que, como único, sigue alimentando un fuego encendido en las pérdidas constituyentes que intentamos contener con nuestro ejercicio, que es la vida.